(artículo publicado en La Vanguardia)
8 febrero 2011. Andy Robinson.
El retrato robot de los protagonistas de las revueltas que se extienden por el norte de África y Medio Oriente corresponde a un varón de veintitantos años, parado, quizás con estudios universitarios, conectado a internet y hastiado de un régimen corrupto que le niega lo mínimo: trabajar, crear una familia.
Pero hay otros jóvenes magrebíes que piden desesperadamente un cambio, aunque no por la agonía del paro, sino por los bajos salarios y las duras condiciones de la industria. Y curiosamente, en sociedades donde el machismo está institucionalizado y donde se hace lo posible por confinar a las mujeres a una esfera privada familiar, no son obreros sino obreras. Se trata de los cientos de miles de trabajadoras de la confección de ropa en Tánger, Casablanca y Rabat, el primer eslabón en la ultra flexible cadena de suministro de empresas de moda como Zara, Mango y el Corte Inglés. Mujeres como Sanaa Ibrahim, procedente de un pueblo en el norte de Marruecos que trabaja de planchadora en una fábrica textil en las afueras de Tánger. “Cobro 10,3 dírhams la hora planchando, diez horas al día, seis días a la semana”, dice.
Sanaa personifica en carne y hueso la imparable deslocalización de producción en la industria mundial de la moda, ahora ya no sólo de país a país, de región a región, sino incluso dentro de la misma ciudad. “Mi empresa se fue de Tánger a Gzenaya (a 15 kilómetros); y tuve que buscar otro trabajo”, dice. Llevaba cuatro años trabajando para PTC –cliente de Zara y Mango– antes de que la empresa subcontratada optase por su microdeslocalización. “Es una tendencia que estamos viendo. Debido la crisis y la competencia asiática se deslocaliza constantemente para reducir costes; a veces, basta con levantar rumores sobre un inminente cierre para poder bajar salarios”, explica Albert Sales de la oenegé Ropa Limpia en Barcelona.
Pese a los estándares laborales y humanos que marcas como Zara o Mango exigen en sus políticas de responsabilidad social corporativa, crecen las presiones sobre las fábricas subcontratadas para cumplir con los sistemas de suministro en un tiempo mínimo y a un precio competitivo con los asiáticos. “Frenan los casos más extremos de abuso, pero las fabricantes sortean lo demás”, prosigue Sales. De las 30.000 personas que trabajan en las fábricas de confección de ropa en Tánger, el 70% son mujeres.
Sanaa Ibrahim es una de los cientos de trabajadoras de la confección que van a clases de alfabetización y aprendizaje de francés y árabe en las oficinas de la Asociación de Mujeres Obreras del Textil (Attawassoul) en un barrio de Tánger. El 40% de lasmujeres empleadas en las fábricas son analfabetas. Muchas se quejan de los bajos salarios y del ritmo infernal de trabajo. “Yo tengo que planchar 60 prendas infantiles por hora, una cada minuto”, cuenta Fátima, de 24 años, nacida en un pueblo a 40 kilómetros de Rabat. Vive en un piso que comparte con otras trabajadoras. Pagan 1.400 dírhams al mes de alquiler. Fátima cobra también 10,3 dírhams la hora, unos 200 euros al mes. Otra mujer que también dice llamarse Fátima, de 26 años, trabaja con una máquina de coser y cobra 11 dírhams. Aunque el pan en Marruecos está subvencionado, los precios en Tánger han subido mucho. “Si pudiera encontrar trabajo en mi pueblo regresaría”. Conforme bajan las remesas de inmigrantes marroquíes en España, el dinero que estas mujeres mandan a sus familias es imprescindible. Hasta las mujeres cualificadas buscan empleo aquí. “Conozco a mujeres trabajando en fábricas de ropa que tienen licenciatura; no se lo dicen al jefe... Es el único trabajo que hay”, explica Hasnaa Azuz, licenciada en Derecho de 25 años que trabaja de voluntaria para la asociación.
Es la historia de siempre: la desesperación en el otro extremo de la cadena de la moda. Se oye desde Camboya a Guatemala y el mismo proceso de deslocalización constante origina exactamente las mismas historias de angustia en los bloques de Shenzhen o Hanói, que alojan a millones de mujeres que fabrican ropa de moda. Pero en estos momentos en el Magreb existe, por primera vez, una sensación de que la gente finalmente está diciendo basta. “Lo que ha pasado en Túnez ha tenido un impacto fuerte para levantar la moral –cuenta una de las mujeres–. Notamos un cambio en las fábricas”. Por el momento no hay huelgas ni protestas “porque quienes intentan crear sindicatos quedan despedidos”. Pero “hay más optimismo”.
En Marruecos y el Magreb, en general, la situación se agrava por la dura discriminación contra la mujer. Las jornadas laborales de diez u once horas, seis días a la semana que se suman en muchos casos a las tareas domésticas. Es muy difícil para estas mujeres sumarse a las protestas de los parados licenciados que se han producido en Marruecos desde hace años. Los hombres parados tienen más tiempo para protestar; las mujeres apenas tienen tiempo y se las excluye de los sindicatos. En el resto de la industria, las mujeres magrebíes siguen siendo pocas. Sólo el 27% de mujeres se ha incorporado a la población activa en Marruecos –el 25% en Túnez y sólo el 14% en Argelia–.
Pero, lo que une a estas mujeres de Tánger, todas con la cabeza cubierta por un pañuelo, con la masa de jóvenes hombres desempleados es el hastío no sólo con la corrupción endémica de sus clases dirigentes, sino con el modelo económico adoptado bajo los auspicios de asesores de la UE y del Fondo Monetario Internacional. “Lo que se sabe tras Túnez es que el pueblo puede”, explica Abubakr el Jamlich, uno de directores de la asociación: “No se sabe cuándo ni dónde va a saltar la liebre, pero lo hará: se ha roto la cadena.
HISTORIAS:
FATIMA - 26 años
Fatima, de 26 años, trabaja como operadora de máquinas de coser en una fábrica de textil en la ciudad de Tánger. Cobra 11 dírhams la hora. Está aprendiendo francés para entender los documentos oficiales y entender nuestros derechos. “Túnez nos ha cambiado la mentalidad en la fábrica”, asegura. El cambio –entiende– se acaricia, pero no se atreve a decir para cuándo.
FATIMA - 24 años
Fatima, de 24 años está empleada en una fábrica de textil de Tánger como planchadora. Trabaja diez horas a diario, seis días a la semana cobrando 10,3 dírhams la hora (un euro). Cuenta resignada que cumple con las condiciones que se le imponen, pero que “hay más presión para acelerar el trabajo y no respetan los derechos”. “El único que se beneficia es el patrón”, concluye.
SANAA IBRAHIM - 32 años
Sanaa Ibrahim lleva más de cinco años en Tánger trabajando en las fábricas de confección. Es oriunda de un pueblo del norte del país, que ha tenido que abandonar para encontrar trabajo y respaldar económicamente a su familia. Perdió su trabajo cuando su empresa se trasladó a las afueras de Tánger. Más de 1.000 trabajadoras tuvieron que decidir entre irse o aceptar condiciones peores. “Querían deshacerse de las trabajadoras con antigüedad y hacer nuevos contratos”. Ahora trabaja de planchadora. Cobra un euro la hora. Dice admirar la revolución en Túnez, pero calla sobre si puede ocurrir en Marruecos.
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